Cuando uno deja atrás la niñez y observa su entorno por primera vez con cierta atención, es normal que lo que vea le parezca un dispositivo complejo y sofisticado, como si de una de esas naves alienígenas de las películas se tratase. Son tantos los engranajes de índole política, económica, social, etc. de ese mecanismo llamado sociedad, que la reacción natural ante el apabullamiento es asumir que uno no está capacitado para entender cómo funciona realidad tan intrincada. Y de esa inicial reflexión, digamos que defensiva, se deriva habitualmente la aceptación sin más de los conceptos o premisas en los que se sustenta el invento. Reconozcamos que es lo más fácil, y que a esas edades está uno preocupado por otros asuntos, más relacionados con la biología que con las ciencias sociales.
Y a partir de ese momento, el rumbo de cada cual es propio y puede discurrir por caminos muy variados. Pero en lo que se refiere a la interpretación del artefacto y a la forma de interactuar con él, no se crean que hay tantas variantes. En mi opinión, en realidad, sólo tres. La de aquellos que se mantienen por siempre jamás en la posición del adolescente y que por ello eligen voluntariamente no perder el tiempo en intentar descubrir los entresijos de lo que ha pasado a ser su hábitat; la de los que entienden obligado profundizar en su análisis y poder así perfeccionar el engendro; y la más minoritaria (habitualmente adoptada por quienes quedaron traumatizados en su niñez por la lectura del cuento del traje nuevo del emperador), que optan por volver a asumir la visión del mundo mantenida durante su perdida infancia, ante la sospecha de que sólo así serán capaces de identificar si el rey va vestido de alta costura o literalmente en pelotas.
Debo reconocer que yo formo parte de este último grupo de retrasados. Seguramente llevaba en mis genes esa propensión a no dar nada por cierto, especialmente si lo susceptible de ser aceptado como real presenta una apariencia compleja. Pero pasar cinco prosaicos años estudiando Derecho no hizo sino corroborar mi intuición de que ese tipo de conceptos e ideas que se nos intentan presentar como verdades absolutas en el ámbito de la res publica, no son en verdad sino meras convenciones, que no tienen su base en una realidad genuina, sino en intereses humanos, más o menos comprensibles, más o menos ridículos.
Una vez aclarado desde qué perspectiva y cómo tengo yo la suerte o desgracia de contemplar todo lo que tiene que ver con el “hecho social”, debo confesarles que una de las manifestaciones del mismo que más me chirrían es esa que podría denominarse “el complejo de la cigüeña”. Consiste sustancialmente, como ustedes imaginarán, en adquirir una devoción desmesurada por la concreta zona geográfica en la que aquélla, de forma azarosa, les soltó del pico al inicio de su biografía. Alguien dirá que quién es nadie para ponerse a valorar la intensidad de otro en materia de amores, y aparentemente tendrá razón. Pero es que aquí no se trata sólo de perder el oremus por un determinado terruño, sino de desmerecer en inversa proporción la consideración que uno pudiera albergar del resto de territorios del orbe mundial –y aun galáctico- y, ya de paso, de sus respectivos habitantes, culturas, costumbres, etc, etc, etc.
Quienes se dedican a teorizar e intentar justificar tal parafilia suelen relacionarla con la necesidad de sentirse partícipes de un grupo social de dimensiones abarcables, como requisito imprescindible en el proceso de construcción de la propia identidad. Y puestos a ello, defienden, lo más lógico y comprensible es decantarse por el colectivo más cercano geográficamente. ¿Para qué buscar más lejos? Teniendo en cuenta además –añaden- que esos paisanos con quienes estaríamos dispuestos a ir al fin del mundo, si fuere necesario, son lo más parecido a nosotros en todo. Hablan nuestra misma lengua, comen viandas parecidas, escuchan y bailan desde tiempo inmemorial similares melodías, sus abuelos y los nuestros jugaban juntos en la plaza al escondite y, especialmente (he aquí el santo grial del asunto), comparten nuestros mismos genes, no como los del otro lado de la montaña, el río, el océano o el accidente geográfico de turno, que son raros de narices y por ello sospechosos de lo que haga falta.
Como comprobarán, una vez más, el habitual cuento chino de la afiliación a la manada como necesidad y justificación de casi todo, aquí aderezado con una ración de rusticidad y anacronismo que echa para atrás.
Podría entenderse que, siglos ha, aquellos que nacían, vivían y morían sin alejarse más de treinta kilómetros a la redonda de su cubículo de origen, se sintiesen intranquilos y desmadejados en caso de no estar acompañados de sus vecinos. Que todo lo que no fuera ingerir el tradicional puchero de la aldea les pareciere riesgo de envenenamiento. Que esas músicas extrañas tocadas con instrumentos del diablo les pusieran los pelos de punta. Y, sobre todo, que esa forma de hablar absurda e incomprensible supusiera un obstáculo insalvable para siquiera intentar comunicarse con los indeseables foráneos. Podría entenderse.
Pero nada de todo eso tiene ya sentido alguno, si es que alguna vez lo tuvo, a día de hoy. Para empezar, habría que cuestionar qué es eso de la necesidad de pertenecer a un grupo definido y mensurable para conformar la propia identidad. Que yo sepa, ya hace tiempo se aclaró que los humanos no somos ovejas, lobos ni siquiera hienas (aunque en ocasiones lo parezcamos) y que la primera obligación de cualquiera que alegue descender del primigenio homo sapiens debiera consistir en conformar esa identidad sin convertirse en un mono de repetición o en un batracio mimetizado con el paisaje.
Y vale, se lo compro, no me pongo purista. A ver quién es el listo que de verdad no ha sido influido externamente para acabar convirtiéndose en el que es. Lo que uno lee, lo que uno escucha… Partiendo de esa premisa, yo, con antepasados de al menos cuatro generaciones nacidos en Madrid, debiera ser algo así como don Hilarión, que mis pies se movieran solos al escuchar un chotis, y tener restringido mi acervo cultural a los textos completos de Lope, Larra y Jacinto Benavente. Pero no es así, afortunadamente. Con los debidos respetos hacia tan insignes literatos, quien yo haya acabado siendo le debe tanto a la lectura de obras escritas por compatriotas como a la de otras de autores de cualquier parte del mundo. Y de músicas, para qué hablar. Desde luego, las zarzuelas nunca me han conmovido. Sí las letras y las músicas del francés Brassens, el canadiense Cohen o el neoyorkino Reed, por poner algunos ejemplos. Y en mi alma juvenil suenan siempre las canciones de dos minutos de los entrañables macarras de Queens, mis queridos Ramones, de quienes guardo como objeto de culto una púa de guitarra para cuya obtención di el salto más rentable de mi vida en un memorable concierto, recién cumplidos los quince años.
No soy yo el protagonista de estas líneas, pero podía servirme mi propia biografía cultural como ejemplo de lo argumentado. ¿Dónde está ahí el componente nacional en la conformación de mi identidad? Entiendo que ese será el caso del común de los mortales, a no ser que la gente siga alimentándose sólo de lo que escribe y compone el vecino de la plaza, lo que no creo.
En cuanto a los que se escudan en sus remilgos con la excusa de los genes, les propongo que realicen un sencillo ejercicio aritmético al alcance de cualquiera. Verán, como saben, todos tenemos dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos y dieciséis tatarabuelos. Pues bien, si siguen multiplicando por dos las respectivas cifras de antepasados, podrán comprobar que aproximadamente a comienzos del siglo diecinueve cada uno de nosotros tenía ciento veintiocho requeteabuelos pululando por ahí. Doscientos años antes, en pleno Siglo de Oro español, el número de nuestros predecesores directos en activo ascendía, muerto más muerto menos, a treinta y dos mil setecientos sesenta y ocho. Todos ellos portadores de esos genes que acabaron conformando nuestro particular ADN. Pero la cosa ya se va de madre si nos ponemos a calcular el número de ancestros propios que transitaban el planeta a la par que Colón navegaba hacia las Indias. Nada menos que quinientas veinticuatro mil doscientas ochenta y ocho almas. Es posible que una de ellas fuera la de don Cristóbal y otra la de Moctezuma, que, entre tantas, vaya usted a saber.
Partiendo de esa premisa, díganme si no resulta un tanto ridículo aferrarse al argumento de los orígenes comunes y de la similitud genética para sentirse parte de este grupo de terrícolas y no de aquel otro. Mucho me temo que por las venas de cada cual circula sangre de lo más variada. Y si en algún caso no fuera así, la única explicación posible sería un pasado de enredos consanguíneos nada recomendable. Personalmente, me complace más la idea de ser nietísimo al mismo tiempo de todo cristo y, por ello, primo lejano de todo bicho viviente.
Como conclusión, los fetichistas de las banderas apoyan sus pies sobre terreno más bien cenagoso. De hecho, el siguiente paso evolutivo del cerebro humano debería coincidir con la desaparición de todas ellas. Aunque, seguramente, antes de que eso acontezca, la civilización y el planeta del brazo se irán al carajo. Indicios hay.
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