Con la única excepción de algunos gemelos monocigóticos (y del caso también particular de Keith Richards y la momia de Ramsés II), no hay dos personas idénticas sobre la faz de la tierra. Y la diferencia no atañe sólo a la apariencia física, sino también al mapa de las conexiones o desconexiones neuronales de cada cual. La capacidad de la naturaleza para no repetirse es ilimitada.
Sorprendentemente, todo sugiere que a los humanos no les termina de convencer ese despliegue de imaginación. Aunque nadie esté dispuesto a reconocer que es también su caso, resulta innegable la propensión generalizada a renunciar a la determinación genuina del propio yo, lo que se traduce tanto en la asimilación gregaria de patrones de pensamiento y comportamiento prefijados (a ello ya me referí en una entrada anterior) como en la facilidad con la que somos capaces de ajustar también nuestra imagen externa a estereotipos que nos permitan deambular por el mundo “sin desentonar”.
La primera y, en el fondo, menos ridícula de las manifestaciones de esa claudicación es la facilidad con la que la mayoría del personal se pliega a las imposiciones que periódicamente plantean quienes mueven los hilos de la indumentaria humana. Vaivenes no caprichosos, por cierto, sino justificados por exigencias del dios-padre por excelencia, es decir, el vil metal. Si te has pasado varios años invirtiendo quizá más de lo que debieras en reunir esas prendas de ropa que considerabas precisas para pasearte tan feliz por la calle, y piensas que ya puedes comenzar a gastar tu dinero en otras cosas, olvídalo. El pantalón ha pasado a ser demasiado estrecho o muy ancho; la falda, excesivamente larga o algo corta; el abrigo, desfasado. Tíralo todo ya mismo sin esperar más, que no se lleva, que no está de moda.
Y vas y lo haces. Algunos a regañadientes y jurando en arameo. Otros sin ningún remordimiento, que ir de “shopping” es una de las cosas más divertidas que pueden hacerse (sic). Pero vacías tu armario. Y lo peor no es el descalabro económico por tanta renovación impuesta de vestuario. No, eso es sólo un efecto secundario. Lo realmente grave es que no a toda la gente le sienta igual la misma ropa, por lo que cada cambio de tendencia puede ser una catástrofe en potencia, según cuáles sean tus características físicas.
Si miras, por ejemplo, la portada del “Abbey Road” de los Beatles y te fijas en las levitas, pantalones de campana, etc. que se gastaban los amigos, al final tienes que reconocer que les quedaba muy bien ese atavío hippy-chic. El problema es que en una fotografía de tres años más tarde puedes ver vestido de similar guisa a tu tío Emiliano, en la boda de su hija. Y no era lo mismo, no, no lo era. Con su metro cincuenta de estatura, habría estado más digno si no se hubiera puesto “a la moda”.
Pero, bueno, es lo que es y no puede evitarse. Siempre ha sido así –dicen- y siempre lo será. Que de algo tiene que vivir el negocio textil… En fin.
Pero antes dije que esta sumisión de las masas a cambiar el estilo de su vestimenta a tontas y a locas no era, en el fondo, la expresión más risible del gregarismo humano en materia de imagen. A mí, al menos, me produce mucha más hilaridad esa otra vertiente en la que quien dicta la regla a seguir no es la industria, sino (pueden imaginarlo, que ya me van conociendo), los gurús de la secta. Y me resulta más cómica porque lo que en el primer caso es veleidad frívola e inocente, y acaso deseo de pasar desapercibido, en este segundo se convierte ya sin disimulo en acto premeditado para demostrar la pertenencia a un determinado colectivo.
Es decir, mi apariencia externa es ésta y no aquélla porque los de mi facción nos mostramos al mundo así y no de otra forma. Y ya sé que yo no he elegido como nos vestimos, peinamos y adornamos los miembros de mi tribu, pero eso me da lo mismo. Yo sigo la corriente y tan pancho.
Imagino que muchos se preguntarán dónde veo el problema, qué tengo ahora que criticar. A esto segundo contestaré que nada, que yo no critico, sólo comento. Y a lo primero, que lo de casi siempre. Que si habíamos quedado en que cada hijo de vecino es una manifestación de la naturaleza única, irrepetible, originada milagrosamente tras haber ganado su mitad nadadora una carrera a otros quince millones de competidores que también querían fecundar el mismo óvulo, ¿qué demonios hacemos olvidando esa prodigiosa individualidad para convertirnos en clones de otros dentro del grupo que sea?
Pero esto ya sé que tampoco tiene remedio. Hace poco me explicaba un amigo la reveladora experiencia vivida con su hijo. Mi amigo es aún más reacio que yo a los cánones, las catalogaciones, los clanes y, ya que ahora hablaba de esto, a los uniformes. Y, en su ingenuidad, y conocedor de la tendencia de cualquier joven a contradecir aquello que le haya sido impuesto, pensó que la apuesta más segura, para evitar que la criatura acabase convirtiéndose en una copia de nadie, era matricularle en un colegio de los de toda la vida, de esos en los que te vistes día sí y día también con el mismo uniforme que tus condiscípulos, desde que tienes tres años y hasta que te gradúas con dieciocho. Una auténtica vacuna contra los adultos en serie, se dijo.
Y el experimento parecía funcionar, ya que al llegar a la adolescencia el muchacho comenzó a dar claras muestras de estar harto de ser un cromo repetido, alegando de forma cada vez más airada su derecho a expresar libremente sus propias y personales señas de identidad, también en materia de imagen. Tan evidente parecía el logro de lo pretendido que, finalmente, con dieciséis años recién cumplidos, accedió a que su hijo cambiase de centro escolar y se matriculase en otro en el que nadie se inmiscuyera ya en sus decisiones estéticas. Y el chico aprovechó efectivamente sin demora la oportunidad brindada, llenando de orgullo a su señor padre.
Primero vino a casa con un saco de ropa de lo más peculiar, adquirida en el Rastro. Después se puso el dilatador en la oreja derecha y los tres pendientes en la izquierda. Luego el piercing de toro en la nariz. A continuación se hizo un corte de pelo con cresta mohicana y una coleta teñida de rojo. Y la culminación fueron los tatuajes: varios de dragones y fieras bastante pavorosas en los brazos y manos, y el de la anaconda a todo color en el cuello.
Mi amigo estaba al mismo tiempo espantado y henchido de satisfacción. Aunque en algún momento llegó a dudar si se habría excedido en su estrategia para que el muchacho no le saliera convencional, enseguida desechó la idea. A original y auténtico no le ganaba nadie, y eso era lo importante.
Claro, todo eso se fue radicalmente al garete el infortunado día que se topó por casualidad con la criatura y su grupo de amigos por la calle, y comprobó horrorizado como todos ellos vestían similar tipo de ropa, peinaban la misma cresta y coleta, estaban agujereados de igual forma y, para más inri, lucían idéntico reptil abrazándoles el cuello. Eso fue la guinda final. Cuando su hijo volvió a casa por la noche, le preguntó casi sollozando si se había metido en una secta. El chaval no se molestó en contestarle.
Ahora que lo pienso, este amigo mío fue el que me contó que había leído un artículo en el que se explicaba eso de las conexiones neuronales diferentes en cada persona. A ver si no se enteró bien y eso lo va a explicar todo…
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