Integrarse en un rebaño

Rebaño de ovejas

Cuando tenía seis o siete años, lo que más me gustaba del colegio era el tiempo que dedicábamos a la lectura. Aquello no era ni clase ni nada mínimamente negativo que se le pareciera, sino una puerta abierta de par en par a esa vida en tecnicolor que todos estábamos convencidos que nos depararía el futuro.

Mi semblante adquiría en cambio un rictus de cierta angustia cuando finalizaba el rato de leer y la profesora nos informaba de que ahora íbamos a hacer lo que denominaba “trabajos manuales”. Era tener delante de mí las tijeras, el pegamento Imedio y la dichosa cartulina o el pliego de papel de seda, y ponerme a temblar. Imagino que no debía de andar muy sobrado de psicomotricidad fina.

Pero como toda regla tiene su excepción, un día doña Josefina nos propuso una actividad manual que me encantó. Había venido a clase con unas láminas de considerable tamaño en las que estaban representadas un montón de especies animales, dedicándose a lo que se suponía que les era propio. Pongamos que un mono subido a una rama, un león corriendo tras una gacela, un águila real sobrevolando las montañas, una ballena emergiendo del mar y expulsando un buen chorro de agua, etc. Debía de haber al menos treinta animales distintos. Y lo que nos pidió fue que recortásemos las cabezas de todos ellos y las pegásemos después en cuerpos diferentes a los suyos. Con la perspectiva del tiempo, no tengo ya muy claro si nuestra maestra era una magnífica estimuladora de creatividad o si simplemente aquel día se había fumado algo prohibido antes de ir a trabajar. Pero el caso es que me lo pasé bomba haciendo volar al elefante, reptar al oso polar y bucear al buitre leonado, entre otras barbaridades. El resultado final fue realmente divertido. Aunque también daba un poco de pena ver a aquellos pobres animales haciendo cosas para las que, obviamente, no habían nacido.

 El domingo pasado estaba algo aburrido y, de pronto, no sé por qué, me vino a la cabeza aquella entretenida manualidad. Como el diablo que convive conmigo también debía de estar tedioso, me propuso que la rememorase o recrease, con alguna modificación. Y le hice caso, aunque no ya con tijeras y pegamento, sino directamente con un programa de edición de imágenes en mi ordenador. Primero busqué y encontré varias fotografías de rebaños de ovejas de distintas razas (que, por cierto, descubrí que hay cientos). Después me entretuve en ir seleccionando caras de personas, más o menos conocidas, pero todas ellas con una cualidad común: ser esa clase de gente que hace cotidiano alarde de haber memorizado determinado decálogo salido de la chistera de otro y no estar dispuesto a salirse ni un milímetro de ese “manual de estilo vital”. La verdad es que acabé interrumpiendo la búsqueda a media tarea, porque me apetecía pasar a la fase final del trabajo y que no me dieran las tantas haciendo el cafre. Pero tuve tiempo para seleccionar docenas de rostros de sujetos que cumplían fielmente el requisito. Todos ellos apologetas estrictos del credo de su respectiva secta y de fácil combustión ante las ideas distintas del prójimo.

Después hice lo que ya han imaginado: insertar cada una de esas cabezas jibarizadas en respectivos ejemplares ovinos, teniendo mucho cuidado de que cada uno de mis particulares “frankensteines” pastase en su respectivo rebaño, que lo contrario habría sido un acto de innecesaria crueldad por mi parte.

No dudo que es una postura existencial muy cómoda. Sólo puede haber un momento de incertidumbre o duda metódica, coincidente con el de la elección del canon y, por tanto, del rebaño al que nos incorporaremos. Pero después ya se vive con la tranquilidad y relajación de quien no tiene que dar respuesta de forma propia, personal, objetiva y ecuánime a cada dilema que nos arroja la vida a la cara, con el riesgo de que esa respuesta resulte incómoda. Por el contrario, basta recordar lo que dice al respecto el decálogo adoptado y pulsar el botón con la función de loro de repetición

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