
Cada cierto tiempo, entro en una serie de páginas de divulgación científica que tengo ya bien localizadas en la red, para comprobar si ha habido avances significativos en la investigación farmacológica sobre regeneración capilar. Y qué quieren que les diga, que me temo que me he pasado de listo. Desde que hace aproximadamente treinta años entendí que mi siguiente paso evolutivo en materia de imagen estaba ligado a una hermosa calva, he vivido confiando en que se trataría de una situación transitoria, ya que, siendo conocidas las causas del lamentable suceso, algún laboratorio con importante vocación lucrativa (o sea, casi todos), daría a no mucho tardar con el definitivo remedio.
Pero de eso nada. No sólo yo sigo calvo, sino que durante estas últimas décadas se han incorporado a la pandilla de despoblados craneales un número ingente de antiguos melenudos, sin que los suizos, americanos o alemanes que debieran haberse hecho ya ricos a nuestra costa, hayan hecho méritos para ello. Sí, ya sé que hay cosas más importantes a las que dedicar el tiempo y los recursos, pero, hombre, aunque fuera en fin de semana, algo podrían haber apañado…
Dicho lo cual, les reconoceré que a mí ya, particularmente, me da un poco lo mismo. Si sigo intentando estar al tanto es principalmente por no perder la costumbre. Y también porque me intriga saber cuál sería la reacción de mis conocidos si, de pronto, comprobasen que me ha empezado a brotar pelo allí donde no recuerdan habérmelo visto nunca. Me imagino la clase de conversaciones:
-Reconócelo, tú te has ido a Turquía.
-Te juro que no. Tengo muchas ganas de conocer Santa Sofía, pero, de momento, no ha habido ocasión.
Y unos meses más tarde:
-Oye, ¿tú a qué peluquería macarra vas? Que a tu edad no te pega nada un corte mullet como ese que llevas…
Estaría bien, aunque empiezo a asumir que me quedaré con las ganas. Y lo cierto es que esto de la alopecia tiene también sus ventajas. Además de las obvias, como ahorrar en peluquero, champús, fijadores y demás –y de la ganancia de tiempo en la ducha matutina-, he comprobado que casi todos los de mi condición sufren menos paranoias que el resto de la población cuando comienzan a aparecer otras señales inequívocas del inexorable paso del tiempo. Creo que nosotros ya estamos curados de espanto en eso de ver alterada radical y dramáticamente en el espejo la imagen que idealmente seguimos conservando de nosotros mismos, así que la circunstancia de que un día salga una nueva arruga aquí y mañana otra allí, directamente nos trae al pairo. En definitiva, el estropicio ya estaba hecho.
Sí, claro.
Espero que se hayan dado ustedes cuenta de que pretendía –nunca mejor dicho- tomarles el pelo. Si el colectivo mundial de calvos fuera de tan buen conformar, no serían las clínicas de injertos e implantes varios uno de los mejores negocios que usted puede montar si dispone de cierto capital para invertir. Y los artículos en páginas web del tipo “los arreglos capilares de los famosos de Hollywood” no pesarían varios gigabytes. Creo que sólo falta por incorporarse a la lista el Sr. Pitt, que como todos saben, no necesita desplazarse a Estambul porque tiene un pacto de tres pares de narices con el maligno.
En fin, es lo que hay. El equivalente masculino a los estiramientos y tratamientos botulínicos de las maduritas del otro sexo. En ambos casos, intentos vanos de emular a Dorian Gray sin por ello asegurarse una eternidad tórrida en el averno.
Y lo peor de todo no es el repelús que inevitablemente produce ver a tu tío octogenario con tupé o a su señora esposa con la faz convertida en una masa de textura indefinible y carente de toda expresión. No, lo realmente lamentable es que todos los que ya no reconocemos nuestro rostro en el espejo (con o sin cirugías de por medio) somos incapaces de asumir que, en realidad, ese que añoramos no es nuestro rostro, sino el de otra persona cuya única relación con nosotros es que, casualmente, llevaba nuestros mismos nombres y apellidos.
Cojamos el viejo álbum de fotos y pensémoslo con la necesaria objetividad, ahora sin reparar en la apariencia externa. ¿De verdad tenemos algo que ver con ese niño subido en las rodillas del rey mago? ¿Y con ese adolescente de mirada un tanto obnubilada? ¿Incluso con ese feliz joven galán que corta la tarta nupcial a la vera de una resplandeciente novia? ¿Está usted seguro de que cualquiera de esas personas es la misma que ahora lee estas líneas?
Hace poco, mientras me actualizaba en el asunto de los crecepelos, leí un artículo con bastante más sustancia. Ya saben eso de que las células del cuerpo humano están sometidas a un proceso continuo de renovación, de forma tal que, transcurrido un período entre diez y quince años, podríamos decir sin equivocarnos que nuestro cuerpo es otro completamente diferente al que existía con esa antelación. Ya este dato convendría tenerlo en cuenta para dar respuesta a mi anterior pregunta. Pero, para mayor escarnio y desazón, se explicaba en dicho texto científico como la regeneración celular puede suponer incluso cambios en el ADN de la persona, ya que el fenómeno de “copia genética” implícito en el proceso no siempre acontece de forma exacta, pudiendo suceder que la célula que reemplaza a la anterior tenga un ADN ligeramente diferente al de su predecesora.
No me quiero poner truculento, pero a veces me da la impresión de que todos nosotros (entendido el pronombre como la identidad inscrita en el Registro Civil desde nuestro nacimiento) nos hemos muerto ya varias veces sin habernos percatado de ello. El niño aquel que jugaba al scalextric, el primero; luego el adolescente de la cresta punk; después el que iba a la Universidad y no paraba un fin de semana en casa. Y así indefinidamente. De hecho, creo que mi actual yo se va a morir esta noche y mañana despertará un suplantador en mi cama, con mi mismo nombre y apellidos.
O a lo peor es que vivo traumatizado desde que vi en televisión la reposición de aquella vieja película de serie B. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, “La invasión de los ladrones de cuerpos”.
No sé. Opinen ustedes y ya me dirán algo. Si todavía estoy por aquí.
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