Perder la dignidad por razones de edad

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Sospecho que la solución, al menos para la generación de baby-boomers a la que pertenezco, puede acabar viniendo de Japón, lo que no deja de resultar sorprendente. Y no estoy pensando ahora en posibles seppukus al estilo Mishima (que sería otra opción, ligeramente más cruenta), sino en don Isao Takahata, es decir el creador de la serie setentera de dibujos animados “Heidi , que, de una forma u otra, nos traumatizó a todos.

Si forman parte ustedes de una generación anterior, quizá mis consejos les lleguen ya algo tarde. Y si son de una posterior, siempre pueden buscarla en algún portal de rarezas audiovisuales, aunque me temo que su paciencia con el producto no excederá de los primeros diez minutos. Pero si tienen la suerte o desdicha de hallarse integrados en ese voluminoso segmento de la pirámide social (clases escolares de cuarenta y cinco alumnos, aulas universitarias de doscientos, etc), sólo tienen que realizar un ejercicio de memoria introspectiva y confiar en que tuvieran algo de sentido común en esa temprana época de su vida. Porque, si así ocurrió, de quien obviamente tendrán almacenadas lecciones impagables no será de la tontiloca Heidi, la melancólica Clarita o el acémila de Pedro, sino del señor abuelo de la primera, todo un ejemplo a seguir.

Para empezar, a ver quién es el guapo que se atrevería a convencer al caballero de que cambiase su casa en las montañas por ese acogedor centro geriátrico en el extrarradio de la ciudad. Ya sé que al sujeto en cuestión no le quedaban hijos vivos, pero imaginemos a la tal Heidi, ya con treinta años y convertida en una buena pécora:

-Venga, abuelito, que va a ser lo mejor para ti. Ya verás lo bien que te tratan las monjitas que lo regentan. Y podrás hacer nuevos amigos…

-Ni de coña.

-Pero abuelito, si es que estás ya muy mayor para seguir viviendo aquí solo. Sé razonable.

-De aquí no salgo si no es con los pies por delante.

-¡Qué cosas dices, abuelito! ¡Me destrozas!

-No será para tanto. Venga, coge la puerta y ya nos vemos por Navidad. 

Encomiable ejemplo a seguir, no me lo niegue nadie. De nota. Pero seamos agoreros y pensemos que la pícara nietecita consiguiera al fin liar al pobre viejo y trasladarlo al asilo en cuestión. Por supuesto, con la finalidad de convertir la casa de los Alpes en un hotelito rural de lo más lucrativo. El caso es que ya tenemos a don Hessen instalado en el geriátrico.  Arrepentido de haberse dejado convencer desde el mismo momento de su llegada. Lo único que le consuela es la pipa que ha traído consigo.

-¡Pero qué haces, desdichado, por el amor de Dios! ¿Cómo se te ocurre ponerte a fumar en el cuarto?

-Pues ya ve, señora, lo que me da la gana. Y, por cierto, lo del tuteo lo podemos ir dejando, si le parece bien.

Monja horrorizada de estampida. Por eso, al día siguiente viene otra:

-Pero abuelo, ¿qué haces todavía en la camita a las nueve de la mañana? Si es tardísimo.

(Y seguimos con las mismas familiaridades. ¿De dónde habrá sacado mi nieta este antro de perdición?)

-Pues mire, hasta que ha venido usted a darme la murga, estaba tan feliz durmiendo. De hecho, me acaba de sacar de un sueño húmedo,  que a mi edad no se crea que sucede todos los días. Así que, si no le importa, vaya largándose por donde ha venido y se olvida un buen rato de mí.

Segunda religiosa espantada. Ya sólo quedan otras doce. Una de ellas, la que irrumpe en el cuarto cuarenta minutos después:

-Buenos días, perezoso. Soy Sor del Averno. ¿Has dormido bien la primera noche en tu nueva casita?

Nuestro héroe respira profundamente antes de contestar: 

-Buenos días, señora. He dormido de cine mientras me han dejado; su compañera de antes le podrá dar detalles. Pero ya que ha venido, ¿le importaría avisar a un cerrajero para que me instale un buen candado en la puerta? Si no es mucha molestia…

-¡Ay, qué cosas dices, hombre de Dios! Bueno, vístete ya y baja a la sala de ejercicios, ya verás qué bien te lo vas a pasar.

-¿Ejercicios? ¿No serán espirituales?

-Ay, ay, no. Esos son por la tarde. Ahora tenemos deporte.

-¿Deporte? ¿Qué deporte?

 -Puedes elegir entre varios, cariño: dar palmitas, subir y bajar los brazos, estirar las piernas, apretar una pelotita… Lo mejor es practicar un rato de cada uno.

-Perdone, señora. ¿Puede usted pedir que me preparen la cuenta y, de paso, un Uber? Que esté en media hora en la puerta, que bajo en un santiamén.

Y no dude nadie que el viejo de los Alpes se largaría del tugurio sin más trámites. Con cuenta o sin cuenta, pero con dos bemoles.

Lamentablemente, no es la conducta habitual. La realidad es que te pasas toda la vida madurando, adquiriendo a ojos de los demás una respetabilidad propia de los conocimientos y la experiencia adquiridos, hasta que un buen día alguien decide que, de tanto madurar, te has puesto pocho. Y la consecuencia es que consideren que eres idiota. O aún peor, que has hecho por arte de birlibirloque el camino inverso, tipo Benjamín Button, y te has convertido sin darte cuenta en el niño atontado que un día fuiste.

Y como tal te comienzan a tratar. Aunque tengas en el aparador el Nobel de física, da igual. Los que no se relacionan contigo cotidianamente quizá te sigan conservando algo de respeto. Pero con los que tienes más cerca, vas dado:

-A la abuelita y al abuelito chochos no les hagas mucho caso, hijo. Que los pobres no se enteran, que no saben lo que quieren, que están ya más para allá que para acá.

Y tú vas y lo permites, por no crear mal ambiente.

O no. 

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