Considerar que la razón puede explicarlo todo

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Creo que todos estaremos de acuerdo en que nadie nace enseñado. Cuando sales del hospital en brazos de tu mamá, apenas dos días después de haber sido expulsado de esa placenta tibia en la que vegetabas tan feliz, no se te puede pedir gran cosa. Que yo sepa, ninguno de nosotros está todavía preparado para pronunciar una conferencia. Incluso al más superdotado de la especie le resta aún un largo trecho antes de viajar a Estocolmo a recibir el Premio Nobel.

A la humanidad, en genérico, le ha pasado y le sigue pasando lo mismo. A nuestros abuelos cromañones les preocupaba sobre todo conseguir cazar algo mínimamente comestible sin resultar ellos devorados en el intento. Por inclinación o voluntad propia, no se complicaban demasiado la existencia con otro tipo de cuestiones. Aunque es verdad que siempre había algún bicho raro en la cueva, al que le daba por perder el tiempo poniéndose a hacer dibujitos en las paredes o preparando brebajes de hierbas en rudimentarios recipientes de piedra, para su consumo grupal esas noches veraniegas de plenilunio en las que se podía zascandilear un poco fuera de la gruta.

Esto de las hierbas con efectos singulares tuvo sin duda algo que ver. Y también lo de que cada dos por tres amaneciera tieso en la cueva alguno de los ancianos de treinta y cinco años que no mucho antes abatía bisontes como un jabato, con el desconcierto y la desazón que ello infundía en el clan. Pero lo crucial de verdad para que a la humanidad-bebé se le ocurriera el concepto que habría de acompañar su devenir en las etapas siguientes de su desarrollo, estuvo arriba, en concreto en el cielo.

Principalmente, eso que ahora denominamos “fenómenos meteorológicos”. Imagine usted a la brigada de cazadores saliendo de la cueva con sus lanzas de sílex y encontrándose un bonito espectáculo de rayos, truenos y granizo. Para abajo otra vez, con un acongoje interesante. Diez minutos después, y con los chicarrones aún recuperándose del tembleque, asomarían sus cabezas al exterior las matriarcas de la tribu, algo menos influenciables que los varones, pero también de sobresalto fácil. También para abajo, a llamar al de los brebajes. Vamos, el entendido o entendida, que en aquella época y para ostentar ese rol, no se estilaba la discriminación por razón de género.

Era este –o esta- chamán quien, en esas otras noches de luna llena, cielo estrellado y bebidas psicodélicas, se encargaba de despejar las dudas existenciales de sus vecinos. Apuntando a la luna con su báculo de piedra, y obligando a los demás a hincar las rodillas sobre la tierra, diría algo así como “¡Nuestra Diosa madre!”. Para, horas después, con el gentío comenzando a sentir una imponente jaqueca post-jarana, y el sol despuntando ya esplendoroso en las mismas alturas, repetir similar advocación, ahora dirigida al Dios padre. Dudas resueltas y un nuevo personaje, de facultades formidables, incorporado para siempre jamás al inconsciente colectivo.

El concepto, como todos sabemos, fue evolucionando con el tiempo y con mejor o peor fortuna. En algunas zonas de Oriente, por ejemplo, les tocó el gordo de la lotería y acabó mutando en algo bastante más sutil, elaborado y sugerente, razón por la que nada más mencionaré en adelante de esos privilegiados. Pero, en la mayor parte del orbe, el asunto adquirió tintes menos sofisticados, derivando por norma en un sabelotodo antropomorfo con muy poco sentido del humor. Los ha habido y los hay más tiránicos y justicieros, y también más paternales y compasivos. Con aspiraciones locales o universales. Más dramáticos y más líricos. Pero durante gran parte de la historia ha tenido el privilegio de interpretar el papel protagonista de la película y, desde luego, de ser el más listo de la misma. Además de inmortal, claro, que no es poca cosa.

Hasta hace relativamente poco, nadie hubiera osado siquiera insinuar la conveniencia de que se tomase una más que merecida jubilación, dados los servicios prestados durante tantos siglos. Y si alguien lo hubiera hecho, tampoco se habría sabido, que sus más dilectos seguidores ya se habrían encargado de silenciar eficazmente al bocazas.

Pero pasó lo que tenía que pasar, ya que ocurre hasta en las mejores familias. Que la humanidad-niña llegó a la adolescencia. Lo cierto es que, en nuestro caso, a esa colectividad “occidental” a la que he circunscrito mi relato, habían comenzado a notársele signos de desarrollo puberal a partir del siglo VI a.C., coincidiendo con algunos sabios de las riberas del mediterráneo muy influidos por sus colegas de Oriente. Pero a la pobre púber le atacaron no mucho después unos cuantos virus de los más perniciosos, que detuvieron abruptamente su crecimiento. Hasta el siglo XVII, aproximadamente, cuando, tras ingerir el elixir del racionalismo, dio un estirón de esos que llaman la atención. Que se lo digan, por ejemplo, a Nietzsche.

Y no perderé más tiempo en referencias históricas por todos conocidas. Lo que sí quiero resaltar es la lógica de que a buena parte de esta humanidad actual, aún en la edad del pavo, ese concepto de Dios que durante tantos siglos fue base y premisa del pensamiento occidental, le parezca un infantilismo similar al de los niños viniendo de París en el pico de la cigüeña, o el del Ratón Pérez cambiándonos los dientes por monedas. Me abstengo de dar más detalles ahora de por qué entiendo y comparto plenamente ese planteamiento, más que nada porque me apetece explayarme al respecto en otro momento.

Y porque, como es mi tendencia natural, lo que aquí pretendía era dar eso que se denomina “una de cal y otra de arena”. Y es que una cosa es que ya no se nos pueda comprar con piruletas y otra muy distinta que el cerebro humano estándar de esta era haya alcanzado el nivel de desarrollo que nos permita alardear de plena convicción sobre cuestiones en las que, reconozcámoslo, seguimos siendo tan absolutos aprendices como lo era el druida de la cueva.

¿O hay alguien por ahí pululando, y al que no he tenido el gusto de conocer, que no se sienta como un estudiante de Primaria poco aplicado cuando le da por pensar qué sería antes, si el huevo o la gallina? Porque, por ejemplo, todo eso de las ondas gravitacionales y el big bang y demás, suena muy sugerente, pero aun así, ¿de dónde demonios (hum…) salió el dichoso átomo primigenio? ¿Y cómo explicar el maravilloso orden de la naturaleza, incluido ese espacio infinito y en continua expansión, el ciclo de vida de las plantas, la configuración del cerebro humano o el proceso de reproducción de los seres vivos?

¿Simple e irrelevante azar?

Por no mencionar lo de siempre, claro, lo que ya justificó que el entendido de la cueva no fuera convenientemente lapidado cuando empezó a soltar sus rollos ininteligibles: ¿Puede saberse por qué y para qué estamos aquí? ¿Deberíamos considerar la posibilidad de una broma de mal gusto? Pero, en tal caso ¿a qué o quién responsabilizamos de tan dudoso sentido del humor?

Creo que nadie puede negarlo: a día de hoy, la humanidad sigue siendo una adolescente que comienza a intuir cosas sin ser todavía capaz de entenderlas en profundidad. Y que oscila entre la pazguata aceptación de las simplezas que le permitieron surcar sin volverse loca los años de infancia, y la atrevida arrogancia del que, ya desdeñadas esas niñerías, se dedica a ir proclamando altaneramente lo listo que ahora, con su herramienta de última tecnología llamada “ciencia”, ha pasado a ser.

Quizá una posibilidad razonable sea asumir humildemente lo que dicen que reconoció aquél sabio del mediterráneo: “Sólo sé que no sé nada”. Y si quedarse con ello resultare demasiado deprimente, y sintiéramos auténtica necesidad de suplir de alguna forma el vacío existencial que ni el Dios para los niños ni su sucesora, la “Razón”, son capaces de cubrir, siempre podemos intentar inspirarnos con lo que algunos de nuestros más distinguidos congéneres nos han susurrado sin pretender instaurar ningún nuevo dogma. Las bibliotecas están repletas de libros de filosofía y poesía que cumplen esos requisitos. Sólo hay que elegir bien.

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