Me envía un amigo por whatsapp la convocatoria para asistir dentro de un par de semanas a una reunión de antiguos alumnos de nuestro colegio. Si yo fuera una persona seria, cultivada y con el cerebro bien amueblado, tan inocente noticia debería inmediatamente hacerme recordar esa famosa reflexión de Rilke, “la infancia es la auténtica patria del hombre”, que los letraheridos suelen mencionar a diestro y siniestro, sin que nadie parezca tener muy claro cuándo o dónde la expresó.
Pero como no es el caso, lo primero que irrumpe en mi memoria, con una claridad que me asombra (teniendo en cuenta el casi medio siglo transcurrido) es la imagen del Padre X, aplicando en el estrado de nuestra aula un tratamiento de disciplina inglesa a mi entonces condiscípulo Y, quien había cometido la osadía de falsificar la firma de su padre en un boletín de notas no muy virtuoso. Crimen más que suficiente para justificar tal alarde de autoridad en aquellos años del tardofranquismo.
Después de entender, al fin, por qué me resultan tan entrañables las películas de Tarantino, me propongo olvidarme para siempre jamás tanto del Padre X como de la invitación de la que me ha hecho partícipe mi amigo. Pero no tardo en comprobar que es un propósito inútil. Ya saben lo que puede pasarte si abres la Caja de Pandora. Y es en ese momento (¡a buenas horas!) cuando me viene a la mente la cita del poeta checo, así que decido reflexionar sobre el asunto partiendo de su hipótesis. A ver si así paso de “Pulp fiction” a «Aquellos maravillosos años» como el que no quiere la cosa.
Puede ser que nuestra única o auténtica patria sea la infancia. Pero eso no significa que nos haga ninguna falta regresar a ella, ni aun en plan anuncio navideño de turrón. Más que nada porque, de intentarlo, comprobaríamos que no hay ya ningún habitante por esos lares, ni siquiera el propio viajero, que factiblemente vería su contorno reflejado en el espejo con la misma nitidez que lo hacía el hombre invisible de Wells.
En mi caso, por ejemplo, creo que mi definitivo abandono de esa patria coincidió temporalmente (no sé si por casualidad) con mi voluntaria marcha de ese colegio en el que había pasado diez años de mi entonces corta existencia. Decidí que ya era hora de cambiar de aires, de abrir las ventanas y las puertas y todo lo que pudiera abrirse, y de contemplar lo que había fuera. Me fui al extranjero (aunque en realidad fuera un Instituto ¡mixto! a veinte minutos de casa), y desde ese día me convertí en el jubiloso apátrida que aún sigo siendo.
Obviamente, ya no podría –aunque quisiera, que no sé yo- volver a esa patria perdida. No encontraría en ella a mis padres, mis abuelos, ni a colegialas de mi edad con las que cruzar miradas furtivas. No habría por las calles cabinas telefónicas en funcionamiento, ni quioscos en cada esquina, ni máquinas de pacman en los bares, ni cines de sesión continua.
Y si hago caso a mi amigo y le acompaño a la reunión de antiguos alumnos, tampoco encontraríamos a ninguno de nuestros condiscípulos. Ya me imagino saludando al abuelo de Z, que sí ha asistido, y preguntándole cómo está Z, qué ha sido de su vida. Entonces Z me contestaría que Z es él, pero que por qué yo no he ido a la reunión y en su lugar lo ha hecho mi abuelo. Que si me ha pasado algo. Y así con los demás. Un enredo de lo más descorazonador. Especialmente cuando, una vez aclarados los malentendidos, todos comenzásemos a comprobar que aunque mantengamos los mismos nombres y apellidos de entonces, no tenemos casi nada que ver con quienes éramos. Que quienes vivían en aquella patria sólo sobreviven en las fotografías de grupo en blanco y negro, en la escalinata del patio del colegio.
Y encima tampoco podría decirle las tres palabras que siempre me hubiera gustado dedicarle al Padre X, por aquella salvajada con el pobre Y, y por todas las demás con las que nos obsequiaba a diestro y siniestro. Que una cosa es ser cura y otra inmortal.
Así que lo de la reunión de antiguos alumnos será mejor dejarlo para otra ocasión. Y que la auténtica patria de los poetas siga reluciendo en sus hermosos versos.
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