Según la R.A.E., lo paranormal es aquello “que no puede ser explicado por los conocimientos científicos actuales, y es objeto de estudio de la parapsicología”. Como comprobarán, la precisa definición efectuada por nuestros doctos académicos, con esa aclaración final respecto de su objeto, deja fuera de su ámbito fenómenos a los que, de primeras, podría considerarse también adecuado aplicarles el adjetivo. No sé; el éxito universal del reggaeton, la cantidad de producto comestible que puede encontrarse en los platos de los restaurantes con estrellas michelín, el porcentaje de personas sin tatuar a estas alturas de siglo veintiuno, o la relevancia mediática de las Kardashian, por poner algún ejemplo. Así que a ese tipo de sucesos tendré que referirme, en su caso, en otro momento. Toca centrarse.
Y puestos a ello, quizá convendría advertir que me parece lógico, y aún plausible, que la gente se interese por todo aquello para lo que la sabiduría del presente no ha encontrado aún explicación. De hecho, imagino que en el paleolítico casi todo se conceptuaría como paranormal. Y si no llega a ser por los espíritus inquietos de algunos, en las mismas seguiríamos.
Partiendo de esa base, entiendo que haya personas que se interesen vivamente por cuestiones como la telepatía, la telequinesis, la precognición y, por supuesto, todo lo que tiene que ver con los posibles habitantes de otros mundos y sus viajes turísticos a nuestro planeta, aunque sólo sea por equilibrar con un cierto toque freaky la balanza de la búsqueda del conocimiento, muy inclinada en los últimos siglos hacia el extremo de lo racional y lo empírico. Y, claro, si usted tiene la suerte de ser un eminente científico, que vive centrado en intentar aclarar si la teoría de cuerdas es realmente la explicación de todo o un magno patinazo, pues con eso le vale y le sobra. Pero si a usted o a mí se nos ha olvidado ya cómo se resolvían las ecuaciones de tercer grado, y el Teorema de Gauus nos suena a chino, quizá tengamos que decantarnos por alguna variante menos docta, si la realidad de cada día nos aburre y el alma nos pide algo excitante, diferente al sexo, las drogas y el rock and roll.
En fin, que visto desde esa perspectiva, quién soy yo para ponerme a vituperar el citado ámbito de lo paranormal. Libre sea cada uno para elegir su pasatiempo preferido.
Pero no puedo negar que hay algunas derivaciones del asunto por las que no siento especial simpatía. Son aquellas que podrían encuadrarse dentro de la “rama oscura” del invento, y tienen todas en común, en mi opinión, una óptica de visión de la vida completamente estrábica y dañina. Que me perdone el espíritu sin duda errante de mi admirado Conan-Doyle, pero, por ejemplo, creo que hay opciones mejores para afrontar el enigma de la vida y la muerte, que no pasan por enfangarse en las cenagosas aguas del espiritismo y los médiums.
–Mire usted, señor criticón: a Sir Arthur se le murió su primera esposa al poco de nacer su segundo hijo. Y después se volvió a casar y uno de los hijos nacidos de ese segundo matrimonio también murió joven. Si la dama de la guadaña hubiera sido tan despiadada con usted como lo fue con él, a lo mejor también habría recurrido al espiritismo para seguir en pie. Lo único que buscaría el hombre sería ver si era posible volver a contactar con esos seres queridos.
Seguramente. No le quito la razón, aunque quizá también influyese que su segunda esposa, con quien se dice que ya mantenía cierta relación antes de enviudar, fuese una de las más conocidas espiritistas de la sociedad londinense. Vamos, que para seducir al doctor Conan, en vez de al huerto se lo llevaba de güijas. En todo caso, sí, es bastante factible que si el hombre no hubiera llevado encima la sombra de la muerte como otros llevan un sombrero, a lo mejor le había dado por otras cosas.
Reconocido lo cual, creo que precisamente la peripecia vital del padre de Sherlock Holmes es paradigma válido de lo que pienso. Si a determinadas personas les atrae tanto todo lo que tiene que ver con apariciones, ectoplasmas, psicofonías, chicas de la curva, zombies y demás zarandajas, es porque en vez de vivir pendientes de paladear cada soplo de vida, lo hacen obsesionados con la idea de que antes o después van a morir y, ante esa perspectiva, lo que más le interesa es averiguar que será de ellos tras la fatídica grieta en el camino. En consecuencia, es normal que la idea de los zombies les parezca no ya grotesca, sino incluso esperanzadora. De lo que no se dan cuenta es de que, en el fondo, ellos ya son un poco muertos vivientes antes de tiempo.
–Se ha pasado usted tres pueblos, como casi siempre. Todo lo tiene que llevar al extremo.
Pues es posible. Pero con este tipo de asuntos no puedo evitarlo. Y aunque Sir Arthur fuera ateo perdido, pienso que también esta clase de perversiones están influidas por la dichosa tradición judeo-cristiana, que poco bueno nos ha traído.
–De la que usted denota ser ejemplo vivo.
Querría pensar que rehén liberado, pero admito otras opiniones. En todo caso, déjeme, señor voz de la conciencia improvisada, terminar mis reflexiones con un apunte menos circunspecto, que ya sabrá que intento huir de ese tono como de la peste. Pero tampoco voy a contar un chiste, eh. Tiene que ver con lo que estaba hablando.
Viví varios años en una urbanización de dimensiones considerables, lo que tenía sus inconvenientes y sus ventajas. Una de éstas era que te permitía conocer y tratar personas de toda clase y condición. Entre ellas, un afable caballero que se ufanaba de ser un “psíquico” de manual. El tipo alegaba ser capaz de leerte en las manos lo que te quedaba de jolgorio vital, y en las pupilas los hijos que ibas a tener y cuáles serían sus orientaciones laborales. Explicaba haber tenido más conversaciones con difuntos que San Pedro y el Can Cerbero juntos, ser compañero de fatigas de los chavales de la Santa Compaña, y haberle enseñado el oficio de doblador de metales al mismísimo Uri Geller Todo un personaje, pues, especialmente si coincidías con él en la barra del bar de la urbanización, en las postrimerías del aperitivo dominical.
Precisamente en el transcurso de uno de esos relajados encuentros, entre vermut que viene y tapa de paella que va, tuve la oportunidad de escuchar como daba detalles a otra vecina sobre la cantidad de ánimas bromistas que pueden acumularse en una casa cualquiera. Especialmente, tuvo el detalle de precisar, si el edificio estaba construido sobre un antiguo camposanto del siglo dieciocho, como aseguraba era nuestro caso.
-No me digas esas cosas, que me muero de miedo –respondió la buena señora, más pálida de lo habitual.
-Todo lo contrario. Precisamente te estoy advirtiendo por si notaras cualquier cosa rara. Siempre es mejor un difunto que un ladrón, ¿no crees?
Por el semblante de nuestra contertulia, entendí que ella prefería que le tomase la casa al asalto una banda de albano-kosovares, antes que toparse con el espectro de la señora Remigia. Pero ahí quedó la cosa.
Por ese día. Porque el domingo siguiente volvimos a coincidir los tres en similar circunstancia y me enteré de que mi vecina había pasado una semana muy entretenida:
-Es horrible, de verdad. Hasta que no me avisaste el otro día, no me había dado cuenta. Pero he estado pendiente y pasa de todo: puertas que se cierran de golpe sin explicación, sonidos que no se sabe de dónde vienen… Y una sensación extrañísima todo el rato. Como de que haya alguien en la casa, aunque sepas que estás sola.
-Eso son aprensiones, mujer –recuerdo que comenté-. Olvídate de las historias de éste y ya verás como todo vuelve a la normalidad.
-Para nada –replicó el tipo-. Eso es un caso más que claro de almas en pena. Seguro que por la noche hasta se pueden apreciar formaciones ectoplásmicas. Tienes que hacer algo.
Y mi pobre vecina lo hizo. Primero aceptó que el “psíquico” se diera un garbeo por su vivienda para intentar limpiar aquello de okupas del más allá. Y cuando el prójimo le dijo que era misión imposible, que no había visto tanta ánima junta, y con tanta mala leche, en sus muchos años de experiencia como cazafantasmas, pues lo único sensato que podía hacer: vender la casa.
Operación en la que, por cierto, intervino también el sujeto, que de lunes a viernes regentaba una agencia inmobiliaria en el barrio.
Yo no volví más al bar de la urbanización. Por si acaso.
Suscríbete para estar informado de las próximas publicaciones.