Vivir temerariamente

Escultura de persona a la que le gusta vivir temerariamente

Leí una vez que el nivel de prevenciones que cada uno adopta en la vida no tiene nada que ver con el libre albedrío, sino que viene predeterminado inexorablemente por los avatares que hayamos padecido en nuestra anterior encarnación. Así que si usted hubiera sido en ese capítulo previo una monja de clausura (por poner un ejemplo), enclaustrada durante cincuenta años en el convento sin más riesgo que sucumbir al hastío, lo normal es que al nacer de nuevo le circule por la sangre una necesidad irrefrenable de ser corresponsal de guerra y practicar puenting y vuelo sin motor todos los fines de semana. En cambio, si yo hubiera sido también monja, pero misionera en el Congo, y acabado mis días en el puchero de alguna tribu antropófaga, volvería a este mundo con la ferviente vocación de ser bibliotecario y jugador de dominó, como mucho.

Desconozco si la hipótesis podrá ser o no cierta, aunque me temo que no descansa en bases científicas sólidas. De hecho, la leí en un volumen titulado “Todo lo que siempre quisiste saber sobre la reencarnación y nunca te atreviste a preguntar”, que escribió mi primo y que no alcanzó un gran número de ventas. Pero, a mi entender, no le falta cierta lógica.

Sin perder de vista del todo esa perspectiva (aunque sea sólo por solidaridad con mi primo), lo que sí creo bastante evidente es que esto tan raro de vivir convendría afrontarlo con algunas ideas nítidas. Quizá la primera debiera ser la de que la vida es real, y no un delirio de nuestro trastornado cerebro. Digo esto porque intuyo que ustedes, como yo, habrán fantaseado más de una vez con la posibilidad de que nada de lo que nos rodea exista de verdad. Que todo lo que vemos, escuchamos, tocamos, olemos y sentimos en general no sea sino pura alucinación. Que las personas con las que nos cruzamos cuando caminamos por la calle no estén realmente ahí, como tampoco los árboles, ni los edificios, ni el cielo, el sol, la luna, las estrellas… Todo, ficción pura y dura. Aquí el único que existe soy yo y estoy más solo que la una.

Bueno, si mi intuición no está justificada y a ustedes no les da nunca por realizar semejantes elucubraciones, casi mejor no me lo digan, que mi presupuesto no está ahora mismo para dilapidar en psiquiatras que, aunque igual no existen, cobrar sí que cobran. Dejémoslo así.

Y partamos por tanto de la premisa de que la vida es real. Y de que mientras no se demuestre lo contrario, sólo tenemos una. Y de que, al menos a ratos, no nos parece mal disponer de ella. Que en realidad lo que sí es alucinante es la posibilidad de experimentarla, con todo lo bueno y todo lo malo que ello suponga. Que, aunque a veces parezca esa bufanda que tú no habías pedido, que no te gusta nada y que cambiarías si te hubieran dejado el ticket-regalo, casi te la vas a quedar, que tampoco es tan fea y si hace frío te puede venir bien.

Llegados a este punto (que imagino será el de partida de cualquiera menos lunático que yo), deberemos convenir que no está muy justificado andar jugando con ella a todas horas. Puede usted jugar en ella todo lo que quiera -que dicen que es fabuloso para combatir el estrés- pero no con ella. A no ser que sea usted como el tipo que conocí en la consulta del psiquiatra al que fui la primera vez que tuve los delirios esos que he comentado. El caballero era director financiero de una importante multinacional y, a primera vista, el hombre más serio y aburrido del universo. Pero padecía una extraña modalidad de eso que ahora se denomina toc, por el cual cada vez que tenía algo esférico u ovalado en las manos, sentía el irrefrenable deseo de lanzarlo al vuelo e interceptarlo antes de que cayera al suelo. Claro, me reconoció que para comerse un huevo frito, solía necesitar media docena. Imaginen el panorama.

La vida, por tanto, no es conveniente lanzarla por los aires, confiando en que no se destrozará. Cuando uno es joven, es frecuente hacerlo, pero yo creo que es porque a esas edades uno piensa que los únicos huevos que se rompen son los de los demás, sobre todo si los demás tienen arrugas y vista cansada. Y quizá también porque los niveles de dopamina suelen andar en esa época por las nubes y, con ese estimulante natural aderezándonos las meninges, la sensación de riesgo es cosa de cobardes e insulsos. Pero lo cierto es que a medida que ese y otros componentes químicos acabados en “ina” (endorfinas, serotonina, oxitocina…) van dejando de circular en cantidades industriales por el organismo, la gente se vuelve más prudente. Es decir, que aunque la vida ya no parezca teñida con colores tan intensos, la tendencia a protegerla se acentúa.

En mi opinión, carece efectivamente de sentido dedicarse a circular en moto por la autopista a ciento sesenta y en zigzag; gastarse la mitad del presupuesto en licores espirituosos, derivados del cáñamo y similares; basar la alimentación en donuts y torreznos; o tener como aficiones predilectas el funambulismo y el salto base. No voy a perder el tiempo en refutarlo. Lo único que me pregunto es si no será igual o más temerario que todo eso malbaratar ese milagro al que llamamos vida y que a veces parece un espejismo, dedicándola a actividades que carecen de todo interés, o simplemente dejándola pasar sin hacer nada, mientras difieres al futuro todo lo que de verdad será relevante en tu biografía.

Antes que yo, cien mil se han esforzado en reflexionar sobre estas cuestiones, así que como éste no es un blog de citas, me limitaré a mencionar dos. La primera es esa famosa frase atribuida a John Lennon: “La vida es eso que pasa mientras haces otros planes. Conciso pero ligeramente desasosegante, ¿verdad?

Y muy realista, me temo. De lo cual derivaría que la auténtica temeridad en la que unos y otros incurrimos día sí y día también (mientras nos pasmamos ante las tentativas que otros hacen para irse antes de la cuenta al más allá) consiste en dejar la vida aparcada, confiando en que así nadie ni nada la estropeará. Lo malo es que al final se acabe yendo en perfecto estado de conservación y en nulo estado de aprovechamiento.

Me faltaba la segunda cita. Se trata de los primeros versos del más célebre poema de Jaime Gil de Biedma: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde –como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”.

Con los debidos respetos hacia don Jaime -cuya vida no tuvo nada de apocada- creo que el día que escribió eso debía de andar algo bajo de endorfinas, por lo que el mensaje le salió ligeramente deprimente (si tienen dudas, lean las dos estrofas siguientes del poema). Pero la idea de origen era buena. Sólo habría que matizar que como, efectivamente, la vida va en serio, lo mejor para sacarle lustre es llevársela por delante del primero al último día, si ello fuera posible.

Lo temerario es lo contrario.

Suscríbete para estar informado de las próximas publicaciones.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *