Visitar los cementerios

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Érase una vez un venerable anciano de sienes plateadas, huesos quebradizos y piel apergaminada, aunque mente lúcida e ingeniosa. En realidad, debía de contar poco más de cincuenta años, pero en su época no se consumían complejos vitamínicos, serums, antioxidantes y demás productos-milagro como si los regalasen. Bueno, únicamente vino tinto.

Pero no nos desviemos de lo esencial. El caso es que se encontraba un buen día el respetable señor caminando por los contornos de su villorrio, cuando un desnivel inadvertido en el terreno provocó que su completa y desgastada anatomía bajase rodando unos cuantos metros, hasta aterrizar en el seto tras el que un mozalbete se ejercitaba en las artes amatorias con una joven del lugar. Al escuchar los quejidos del caballero, la doncella recompuso sus vestiduras y se acercó presta a ayudarlo. Y en los primeros auxilios se afanaba cuando apareció también por allí su donjuán, más que contrariado por el coitus interruptus, quien al comprobar la causa de su disgusto, comenzó a proferir gruesas y humillantes palabras contra el buen hombre. En concreto, lo que más molestó a éste fue lo de “abyecto y maloliente saco de huesos”. Que, en aquellos tiempos, aun los más necios empleaban adjetivos sin mesura.

La indignación por ser así calificado trajo consigo dos consecuencias inmediatas: que el accidentado dejase momentáneamente de sentir dolor físico alguno, y que, de forma espontánea, y haciendo gala una vez más de su proverbial lucidez, pronunciase las siguientes palabras:

Como te ves me vi, como me ves te verás”

No se conocen más detalles de aquel incidente, ni de las razones por las que tan aguda reflexión acabó adquiriendo considerable notoriedad con el paso del tiempo. Se barrunta que quizá se puso de moda emplearla en disputas tabernarias entre facinerosos de distintas generaciones (con habitual consecuencia de obitus del más longevo) y que, acaso por ello, un avispado con voluntad de quebrar la moral de los más jóvenes sin por ello tener que recibir la cuchillada de rigor, decidió reservarse el placer para después de su fenecimiento por causas naturales. Así que dispuso se grabase la ácida advertencia en su lápida mortuoria y, a partir de ahí, la frasecita se puso completamente de moda en ese lúgubre ámbito. Un antecedente claro del habitual fuck you de las paredes del Bronx (y después de medio mundo), pero con un toque fúnebre-medieval, digamos. Pero adviertan ustedes el macabro giro en el sentido original de la frase. Ahora ya no se prevenía de la más que factible posibilidad de contemplarse avejentado en el espejo, sino directamente de verse cadáver.

Y en esas, y con el correr de los siglos, caminaba un mal día el chavalín que con nueve o diez años portaba entonces mi nombre y apellidos, de la mano de su señor padre, por el cementerio al que éste había tenido la desacertada ocurrencia de llevarle con la excusa de depositar unas flores en la tumba de un familiar difunto. Mi avatar infantil se encontraba ya de por sí con el ánimo ciertamente compungido, dadas las peculiares características del paisaje al que por primera vez se enfrentaba. Seguramente había acumulado ya suficientes imágenes y sensaciones como para no soñar con los angelitos unas cuantas jornadas cuando, de pronto, divisó ante sí una lápida, en cuya agrietada superficie, además del nombre y fechas relevantes del correspondiente finado, podía leerse la ocurrencia del anciano del seto.

Sinceramente, no sé lo que tardaría en recuperarme del shock. Pero tengo la intuición de que durante bastante tiempo me debí de sentir como si fuera el sparring novato de Mike Tyson, o algo así. Si mi padre había considerado oportuno ir familiarizándome con la cara oscura de la existencia, lo consiguió de pleno.

Esto de la muerte es lo que tiene. Sé que hay personas que no logran nunca desprenderse de esa sombra con aliento agrio sobre su nuca. Si nos cuesta a veces entender lo que realmente es la vida, ¿cómo vamos a comprender y asumir el presunto e interminable vacío que se abre tras ella?

En mi caso, creo que sólo lo conseguí cuando terminé -o casi- de desbrozar a golpes firmes el absurdo decorado que había instaurado en mi cerebro una forma de entender la existencia (¿lo llaman tradición judeocristiana?), astutamente orientada a constreñir la dicha de vivir mediante la exaltación de conceptos tan perversos como irreales.

Volviendo a la frase que es anecdótico punto de partida de este texto, no mencioné antes que durante esos años húmedos y oscuros del medievo, los más sádicos del lugar (normalmente ataviados con sotanas), se divirtieron notablemente añadiéndole apóstrofes a cual más delirante, tipo “Todo esto acaba aquí. Piénsalo y no pecarás” y similares. Sin palabras. No sigo.

Si pudiera realizar un corto viaje en el tiempo, sé bien lo que le diría a aquél que fui y que salió con el alma estremecida de su primera visita a un camposanto. De primeras, le daría alguna básica noción de que la muerte, mal que le pese a los opresores de la vida, realmente no existe, sino que en todo caso es un mero hito de transformación, como la que sufre la ola de la fábula budista al estrellarse contra el acantilado y comprobar a continuación que en realidad siempre fue, es y será mar. Pero no incidiría aún demasiado en ello, que no quisiera volverle loco tan joven. Sí le aclararía que le han engañado los que le han contado que después de “estar vivo” se pasa a “estar muerto”, ya que esto último no se “está” nunca. No es una experiencia que ninguno de nosotros vayamos a experimentar jamás personalmente Y respecto de los demás, cuando su vida aquí acaba, tampoco se convierten en un muerto y pasan a residir sine die en el desolado poblado repleto de cruces. No.

Cuando quiero ver a mis padres, que dejaron este mundo hace años, los busco en esos destellos refulgentes que deja el sol sobre el mar en los días de verano, o sobre la nieve en los días de invierno. Nunca en el cementerio. Tengo muy claro que si en algún lugar NO están, es precisamente ahí.

Y para leer grafitis ingeniosos, siempre hay barrios mejores en cualquier ciudad.

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