Negar la real existencia de los tontos carece de sentido, así que ni usted ni yo vamos a perder el tiempo en discutirlo. Sería como refutar que en Siberia suele hacer bastante frío o que el rodaballo salvaje tiene más sabor que el de piscifactoría. En todo caso, si alguien perteneciera a la estirpe de los incrédulos y necesitase prueba fidedigna de ello, puede, por ejemplo, infiltrarse cualquier domingo en la grada de animación “radical” del estadio de fútbol que más cerca le pille, y asunto zanjado.
Pero eso es una cosa y otra muy distinta pasearse por el mundo convencido de que lo de la estulticia innata e incorregible es la norma y que uno mismo constituye una de las escasas excepciones que la confirman. Si tal es el caso, se produce el curioso fenómeno que un psicólogo conductivista estonio de apellido impronunciable categorizó como el “síndrome de alteración neuronal de los espejos deformantes”. Como la denominación se las trae, en las facultades de psicología se suele traducir como el “complejo de tonto listillo”, y así se entiende a la primera.
Teniendo en cuenta que, al parecer, esa subespecie de tonto es una de las más extendidas, lo normal es que todos nos veamos en la tesitura de tener que padecerlos con cierta frecuencia, lo que suele provocar un incremento del nivel de ansiedad nada recomendable para la salud.
Pondré un ejemplo personal, propio de mi actividad profesional como abogado. Imagine usted que mi cliente prestó a un conocido diez mil euros que éste necesitaba para salir de un embrollo económico. Imagine también que ni embrollo ni nada que se le parezca, sino más bien que al pedigüeño le venía bien la dádiva para pagar al contado la Harley de la que se había encaprichado para afrontar la “crisis de los cincuenta”. Tiene ya que imaginar poco para comprender que pasados tres años –y siniestrada, por supuesto, la Harley a las primeras de cambio- mi cliente no ha visto aún ni un céntimo de lo que prestó a su antiguo amigo, y que por eso recurre a mis servicios profesionales.
Pensará usted quizá que el tonto listillo es el frustrado aprendiz de “hell angel”. Pues no, ese es simplemente un caradura, sin más. El que sí padece el síndrome antes mencionado es su abogado, que tras recibir su cliente la demanda judicial por mí redactada, me llama por teléfono y, como si nos conociéramos de toda la vida, me asalta así:
-A ver, compañero, que esto lo vamos a resolver ahora mismo.
-Ah, ¡qué bien! Me alegro de que tu cliente haya entrado en razón y esté dispuesto a pagar ya su deuda. Si quieres, te paso ahora la cuenta del mío al que puede hacerle la transferencia.
Un pequeño silencio en la línea. Es el tiempo que el abogado listillo necesita para confirmar que soy tonto.
-A ver, a ver, que me parece que no me has entendido. Si te digo que lo vamos a solucionar ya mismo, es porque vosotros vais a aceptar que la deuda quede zanjada con el pago de la mitad. Así ni gana ni pierde nadie, ¿no crees?
Cuando me hacían ese tipo de propuestas durante mis primeros años de trabajo como abogado, sospechaba que debía ocurrirme porque, al ser joven e inexperto, los colegas “veteranos” pensarían que también era tonto. Pero no, he comprobado que esto no es una cuestión de edad. De hecho, al que ahora me estaba refiriendo tiene veinticinco años y podría ser mi hijo . Es lo otro, el síndrome del estonio.
Quizá pueda advertirme alguien que este tipo de cosas me suceden por dedicarme a una actividad tan afín a los pícaros como es la de la Justicia. Y tendría razón. Pero, ¿qué me dice usted, señor doctor de medicina general, con esas súbitas depresiones que, en vísperas de los puentes, afloran como almendros en febrero, y por las que masas de afectados por el síndrome le piden la consiguiente baja médica? ¿O usted, señor camarero de bistrot top costero, cuando su jefe le explica cómo se computan y pagan en su empresa las tropecientas mil horas extras que le va a tocar hacer durante el período estival? ¿O usted, el que ahora no mira, cuando le pasaron la acongojante cuenta por tomarse en ese mismo local la “armonía de frutos de la bahía con explosión de emulsión de cítricos” (o sea, una lata de berberechos con un chorro de limón)?
¿O nosotros cuatro y todos los demás, incluidos el de la Harley, su abogado, los deprimidos y el master chef, cuando faltan dos semanas para las elecciones y nuestros políticos comienzan a prometernos todo lo que nos prometen?
Yo no sé a ustedes, pero a mí lo que más rabia me da es que de verdad ellos se creen que son listos y nosotros tontos.
Suscríbete para estar informado de las próximas publicaciones.