
No conozco a nadie que haya leído las diecisiete mil páginas que integran el célebre Diario íntimo del escritor y filósofo decimonónico Henri-Frédéric Amiel. Pero el caso es que esas páginas son un filón en tiempos como los actuales, en que los blogueros e influencers que nos asedian no saben ya dónde encontrar una cita ingeniosa, o cuando menos sugerente, para incorporar a sus publicaciones.
Uno de los pensamientos del intelectual suizo que imagino habrá sido ya convenientemente explotado (no he perdido el tiempo en comprobarlo) es ese que dejó escrito en los siguientes términos: “El destino puede seguir dos caminos para causar nuestra ruina: rehusarnos el cumplimiento de nuestros deseos y cumplirlos plenamente”.
Lo cierto es que, en ese caso, el postulado de Amiel no es excesivamente singular. Por ejemplo, su coetáneo Oscar Wilde (otra mina de oro para nuestros queridos blogueros) puso no mucho después en boca de uno de sus personajes eso de que “Cuando los dioses quieren castigarnos, escuchan nuestras plegarias”. Y, en realidad, la reflexión no es original de ninguno de ellos (lo de la intertextualidad creativa viene de lejos), ya que hay variedad de antiguos proverbios chinos e hindúes con similar mensaje.
En cuanto a los griegos –se supone que los padres fundacionales de nuestra cultura- nos dejaron también el mito de la Sibila de Cumas; ya saben, esa dama de armas tomar que se dedicaba a amargar la vida de la gente con sus profecías en verso, habitualmente tremebundas. La buena señora realiza por ejemplo un breve cameo en La Eneida, guiando a Eneas por el Hades como si aquello fuera el jardín de su casa.
En todo caso, la parte que ahora nos interesa de la biografía de la Sibila es esa que se refiere al deseo cuya atención solicitó a su dios de cabecera, Apolo, consistente en prolongar su vida de forma desmesurada. En concreto, y según se dice, tantos años como granos de arena tuviera el puñado que había cogido en su mano, y que debía ser suficiente para realizar una escultura playera de un mastodonte. El problema fue que no especificó que tan larga existencia pudiera disfrutarla en el estado de lozanía que por entonces presentaba, así que el simpático de Apolo le concedió estrictamente lo pedido y tuvimos vieja espeluznante por los siglos de los siglos…
Como verán, advertencias de unos y otros de nuestros semejantes más preclaros, tenemos para aburrir. Pero como el que más y el que menos se cree que ha inventado la pólvora, y desoye a sabiendas los consejos de sus predecesores, pasa lo que pasa. Por cierto, aquí procedería volver a acordarse de don Oscar, el genio irlandés de vida disipada y lengua afilada, quien también legó a la posteridad esa otra consideración de que “Amarse a sí mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida”.
Muchos han sido –y son- los que se aferran a esa máxima como si fuera el primer mandamiento del credo moderno, pretendiendo ignorar dos detalles relevantes: el primero, que el significado de “aventura” para Wilde era bastante más tortuoso que para el común de los mortales. Y el segundo, que, por si acaso, él se marchó de este mundo cruel y poco refinado apenas cumplidos los cuarenta y seis, que lo mucho cansa.
Creo que ya están sobre la mesa los principales ingredientes del plato de imposible digestión al que pretendo referirme. Por un lado, el enorme riesgo de pedir algo –desearlo fervientemente también vale- sin antes haber meditado sobre las posibles consecuencias. Por otro, el apego que se suele experimentar por la propia identidad. Lo que nos falta para sazonar la receta, y que no haya manera alguna de poder ingerirla, es ese terrible concepto (para ponerse a temblar, reconozcámoslo) de la eternidad.
El asunto es peliagudo, porque seguramente sea el anhelo en el que más mortales hayan coincidido y sigan coincidiendo, por muy dispares que resulten sus ideas en todo lo demás. Y, además, es fácilmente comprensible. Si tuviéramos que explicar el planteamiento estándar a mi amigo el marciano, que de vez en cuando me sigue visitando para que le dé más explicaciones sobre la idiosincrasia humana, podría hacerse más o menos en los siguientes términos:
1.- Yo soy yo y nada más que yo. No soy tú, lógicamente, porque tú eres otro. Me gusta ser, sobre todo porque no ser no tengo muy claro en qué consiste, pero de primeras me produce cierta prevención. Por tanto, para poder ser tengo que seguir siendo yo. Y el mayor tiempo posible, no vaya a resultar que después venga ese no ser de las narices y, como me temo, no resulte apetecible.
2.- Me encantaría que mi aspiración y ansia de ser siguiera materializándose en este mundo, que es el único cuya realidad me consta y al que, con todas sus pegas, ya me he acostumbrado. Así que si mi aventura wildeana pudiera durar bastante más que la suya, sería perfecto. Hasta hace poco, pensaba que ciento veinte o ciento treinta años, estaría bien. Pero con todo eso de los avances de la ciencia, la medicina, la bio-tecnología y demás variantes, quizá haya que ampliar las expectativas. Sería irritante que los de las próximas generaciones vivan todos como Matusalén y yo me haya quedado por los pelos en el plan vital antiguo.
3.- En todo caso, una vez me toque dejar de ser en esta encarnación, ambiciono y confío en poder seguir siendo en la otra dimensión, ya que lo contrario sería una fatalidad y, digámoslo claro, una putada en toda regla. Y, por supuesto, si mis expectativas se cumplen y me incorporo así a la alegre muchachada que puebla el Paraíso, los verdes jardines del Edén, el Valhalla -o lo que sea, que ya puestos, me da lo mismo- espero que tal estancia lo sea ya para siempre, porque no creo que en ese tipo de lugares se vuelva a morir uno otra vez. Eso ya sería el colmo de los colmos.
4.- Aunque incurra en reiteraciones, quizá convenga subrayar que la única forma plausible que se me ocurre de ser algo en el otro mundo es siendo yo mismo, porque si no fuera así, ya no tendría sentido ni gracia. Lo primero, porque entonces es que yo habría dejado de ser, y el que disfrutaría las mieles de esa plácida eternidad sería otro, algún suplantador de tres al cuarto, mientras yo habría pasado a la indeseable categoría de no ser. Lo de la falta de gracia es obvio por lo dicho. Y además, en ese caso, el tan repetido Nosce te ipsum habría sido una pérdida de tiempo.
Como les decía, más o menos esa sería la argumentación a dar al marciano, cuya respuesta no voy a transcribir en esta ocasión, porque ya saben que el tipo se rige por parámetros muy diferentes. Pero les propongo que hagamos algo más interesante. Por ejemplo, replantearnos juntos si todo lo explicado al alienígena no será una prueba más de que ni nuestras convicciones más sólidas suelen basarse en razonamientos fundados.
Primero reflexionemos sobre la hipótesis esa del alargamiento desmedido de nuestra vida terrenal. Si les recordé antes la peripecia de la Sibila de Cumas, fue precisamente con la finalidad de evitar tener que dar mayores explicaciones al respecto. Y es que lo de vivir, tal y como lo conocemos, tiene su gracia un tiempo, más que nada mientras pueda encajar en el concepto aventurero de Wilde. Una vez que ya ni se recuerdan las primeras veces de todo, que ese todo es cada vez más insustancial, que los huesos, los músculos y hasta un poco el alma –o su sucedáneo- incordian en cada despertar, y que, en definitiva, la imagen bucólica que del asunto se tiene ab initio va tornando en otra cosa bastante más desvaída, la apetencia no es ya tan obvia. Y aún en el caso de que se distinga cualquiera de ustedes por un vitalismo desaforado, piensen bien lo que sería tener fijada la edad de jubilación a los trescientos ochenta y seis años, por poner un ejemplo, Hombre, si la profesión de uno es la de catador de vinos o la de director de pelis de cine para adultos, pues no sé, a lo mejor se puede estirar sin tanto esfuerzo la vida laboral. Pero no, qué va, que todo acaba cansando. No lo duden.
Así que pasemos al otro escenario. Ya hemos dicho au revoir a nuestra estancia en este mundo y, con gran alborozo, acabamos de hacer acto de presencia en el otro . Lo primero que toca es frotarnos los ojos y hacernos los listos, claro. Pensamientos tipo: “si ya lo sabía yo”, “si era obvio, hombre”, “menudo cabreo debe de tener el ateo que estaba en la sala de velatorios al lado de la mía” y cosas semejantes. Y a continuación, seguramente, ir acostumbrándose a nuestra nueva apariencia, que vaya usted a saber.
Los más optimistas y literalistas se imaginan danzando por el paraíso con la de sus veinte años terrenales. Otros, más espirituales, convertidos en una especie de vaho de colores. Y los más graciosos, con el humo sin colorear y la sábana blanca a mano para darse algún garbeo que otro por la dimensión abandonada. Pero bueno, todo eso son detalles irrelevantes. Los que sí tienen sustancia son los que se van descubriendo cuando uno contacta con los finados de confianza y éstos te ponen al día de cómo funciona eso de la vida en el más allá:
-No, aquí no se come.
-No, aquí no se bebe.
-No, aquí no hay nada para drogarse.
-No, aquí no se practica sexo.
-No, aquí no hay cine, ni libros, ni música, excepto la celestial que suena todo el día de fondo.
-No, aquí no hay partidos de fútbol.
-No, aquí no hay nada. Sólo disfrutar de esa maravillosa sensación de relajación y tranquilidad, de belleza y bienestar que habrás empezado a percibir, ¿verdad?
Es cierto. No tienes muy claro por qué, pero la verdad es que se está como Dios (a quien, por cierto, te han informado de que sólo se le ve de pascuas a ramos, y a cierta distancia). Así que vas asumiendo el nuevo rollo y decides disfrutar, que vivir son dos días y hay que aprovecharlos.
Y ahí es cuando te impacta en la cara, como un tsunami de record Guinness, la cruda y novedosa realidad. Porque no son dos días, ni doscientos, ni doscientos mil, ni doscientos mil billones. Qué va, esto es para siempre. Para siempre jamás. Y sin variar nada. Ni el entorno, ni tú mismo, que es lo peor.
Cuando llevas ya quinientos ochenta mil años en esa tesitura, estás hasta las narices de aguantarte. Un día te cruzas por uno de los verdes valles con Heráclito de Éfeso y echas de menos no tener puños para darle un buen mandoble:
-¿Pues no decías tú que lo único permanente es el cambio, listillo?
El pobre hombre baja avergonzado su cabeza de humo y sigue caminando. Se le ve hundido.
Acabas trabando relación con el grupo de los suicidas, a quienes –como el Jefe es un blando- también se les admitió en el recinto después de dos días mal contados en el purgatorio. Compartes confidencias con Cleopatra, Séneca, Larra, Van Gogh, Virginia Woolf, Mishima, Hemingway, y hasta charlas en un par de ocasiones con Kurt Cobain, que tiene el alma bastante torturada. Pero tampoco sacas nada en claro:
-¿Y de verdad que a vosotros tampoco se os ocurre ninguna solución?
-Aquí íbamos a estar si se nos hubiera ocurrido. Resignación, amigo, resignación.
Como, aunque alguien pueda pensarlo, no soy un sádico, prefiero no darles más detalles. Dejen volar ustedes su imaginación.
Y, si les apetece, comiencen a replantearse el sentido de sus plegarias.
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