Por razones diversas, mi padre tenía amigos o conocidos repartidos por buena parte de la geografía nacional. Así que cuando llegaba el verano y nos llevaba en su Seat 121 a pasar un par de semanas a algún punto de la península, recurría a contactos que nos hacían de cicerones, aunque fuera mediante recomendaciones telefónicas. Gracias a ellas, era fácil disfrutar de playas poco frecuentadas o de miradores en la montaña sólo transitados por pastores desde los que se divisaban paisajes espectaculares. Tampoco era complicado comer en algún pequeño restaurante alejado de los círculos turísticos, en el que degustar los platos de la zona bien cocinados y a un precio razonable. En fin, que, siendo como éramos turistas, era posible viajar unos días por tierras desconocidas sin sentirnos como tales. Un lujo.
Ocurrió que allá por finales de los años ochenta del siglo pasado, una serie de entusiastas jovencitos de Silicon Valley decidieron que ya era hora de que al mundo no lo conociera ni el que lo hubiera inventado. Y su deseo se cumplió de tal manera que no sólo cambiaron el mundo, sino también a sus habitantes, incluidos los hijos de los conocidos de mi padre.
Ahora la mayoría de ellos –y también sus amigos, y los amigos de sus amigos- tienen un canal de youtube o twitch, o una página de tik-tok, o cualquier otra cosa parecida de similar naturaleza diabólica, en los que disertan, entre otras cosas, sobre las maravillas de su tierra. Y como la competencia en el sector es feroz, y de algo hay que hablar si quieres conseguir el deseado like o la más preciada suscripción, se estrujan los sesos para poder ofrecer información sobre cualquier cosa de la que no haya otro ya hablado antes. No queda, en consecuencia, playa, cala, promontorio, mirador, senda, vereda, viaducto, puente, dolmen, pueblo, aldea, vestigio arquitectónico, monumento nacional o local, etc, sin su consiguiente reseña y panegírico en la red, ni local alguno (desde la tienda de artesanía más estrambótica hasta la antigua taberna de pescadores ahora gestionada por un fondo de inversión) sin evaluarse en el mismo medio. Un derroche de información. Un lujo de los tiempos modernos.
No sé lo que harán ustedes, pero yo ahora, antes de planear mis viajes, hago lo que hacía mi padre, pero lógicamente adaptándome a este tiempo que nos ha tocado vivir. Tengo muchos más contactos que mi padre, aunque sean digitales y no los haya visto nunca, así que escucho todo lo que me aconsejan de su zona. Y lo primero que hago, como es obvio, es buscar sus recomendaciones sobre la “cala desconocida”, la “taberna secreta”, la “senda oculta” o el “mirador ignoto”. Una vez que los localizo en el mapa, los tacho directamente de la lista de destinos a los que tengo intención de desplazarme. No siempre he sido tan cauto, claro. Antes de tomar tan radical decisión pagué también la novatada de acercarme a la dichosa “cala desconocida” o al elogiado “mirador ignoto”. Lo bueno de esos lugares a día de hoy, especialmente si acudes en temporada alta, es que puedes hacer amigos no digitales mientras esperas pacientemente la cola para poner un pie en ellos. Porque de desconocidos, ocultos, ignotos, etc. tienen ya lo que yo de experto en física cuántica: cero.
Últimamente he optado por seguir las recomendaciones de la red, en sentido opuesto. Voy a la cala o al restaurante que aconsejan no pisar porque siempre están abarrotados y, ¡oh sorpresa!, compruebo que en ellos sólo hay diez o doce despistados como yo, bañándose o comiendo de lo más a gusto.
Eso sí, si voy a la misma zona al año siguiente, no repito. Porque en un año las informaciones de nuestros amigos digitales se actualizan que es un primor. No lo duden.
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