
Imagino que incurrir en esta clase de disparate es un riesgo al que no serán muy proclives las recientes generaciones, mucho más reacias en términos generales a asumir siquiera el primer “vínculo” y sí en cambio partidarios de emparejarse y desemparejarse sin rendir cuentas a autoridad eclesiástica o civil alguna. Aunque no se crean que por ello quedan a salvo por completo de cruentos peligros. Dejaré esto para el final y me referiré primero a los del “vínculo”.
Como efectivamente la experiencia es la madre de la ciencia, y por tanto lo poco o mucho que cada uno haya podido aprender a lo largo de su vida tiene en gran parte origen en su dedicación laboral, en mi caso esa oportunidad me la ha brindado el ejercicio ya dilatado de la abogacía. Esto viene especialmente a cuento en relación al asunto que ahora trato, si se tiene en cuenta que uno de los tipos de clientes más codiciados por los despachos de abogados suele ser el del cónyuge en trámites de divorcio que, de pronto, te confiesa su tendencia o atracción fatal por volver a repetir a no mucho tardar lo que ahora parece que salió mal.
Como los abogados somos en algo como los curas, y por ello estamos acostumbrados a que los clientes nos revelen parafilias, vicios y perversiones de toda índole, no solemos ser especialmente severos al escuchar tal barbaridad. Ya depende del grado en que cada uno quiera cumplir su deber deontológico el que se le intente hacer razonar al cliente sobre la más que factible falta de discernimiento de la que pueda estar siendo víctima –a modo de shock postraumático- tras el primer intento fallido, o que se haga oídos sordos al dislate y directamente se anote el nombre del pobre hombre o mujer en la lista de clientes seguros para los años venideros. En todo caso, se actúe de una forma o de otra, los futuros honorarios están asegurados. Hay adicciones de las que es imposible escapar y ésta es una de las más feroces.
A ver, la ilusión de encontrar la persona perfecta, con la que trabar lazos imperecederos y comer perdices hasta el fin de nuestros días, es eso, un espejismo comprensible en esas edades tiernas en las que, aún reciente el descubrimiento de lo que nos ocultaban sobre los Reyes Magos y el Ratoncito Pérez, resulta casi imperativo encontrar algo con lo que suplir el vacío instaurado. Puede entenderse. El problema es que tan descabellada fantasía suele anidar en alguna parte aún por determinar del sistema límbico y quedar ahí, como si fuera el virus de la varicela, esperando el momento idóneo para reactivarse y atacar a traición.
Algunos científicos no académicos han sugerido incluso la posibilidad de que la molécula encapsulada actúe al salir de su letargo en conjunción con otro elemento no menos fiero, que suele dominar sin remedio los cuerpos jóvenes, y al que los más burdos denominan “rijo incontenible”. Ahí es dónde y cuándo se forma el lío. La ilusión de las perdices sin fin se mezcla con la ensoñación de que ese ser de luz que te mira arrobado y que parece atraerte como un imán es efectivamente la media naranja que te arrancaron en el limbo, y el resultado es similar al del nómada del Gobi que se da de bruces con un oasis cinco estrellas. El acabose, vamos.
Ya tenemos enlace. Puede ser en capilla románica, con chaqués y vestidos de cola, o en el salón de actos de la Junta Municipal, todos más de trapillo. Eso depende de los gustos de cada cuál pero no afecta al producto en sí. Vínculo habemus. Y es a partir de ese momento cuando puede ir, poco a poco, recuperándose la lucidez y eliminarse de forma natural las insidiosas toxinas o, por alguna malévola tara genética, padecerse el enraizamiento definitivo y ya inextirpable de las mismas. En este desgraciado supuesto, nos encontramos ante lo que se denomina coloquialmente como un “poseído”.
Los “poseídos” (valga el plural para ambos géneros, dado que la adicción ataca por igual sin distinción de sexo) son los que se convierten en clientes predilectos de los despachos de abogados, ya que suelen dedicar buena parte de su biografía a casarse y divorciarse en repetidas ocasiones, como si no hubiera otra cosa mejor que hacer.
Los otros, los que tienen la suerte de escapar del alelamiento romántico-rijoso transcurrido un tiempo prudencial tras el enlace, también se divorcian, claro, pero no es lo mismo. Normalmente salen del trance seudo místico ya conscientes de que en sí mismos eran una naranja y que no les faltaba ninguna mitad para estar completos, así que pueden seguir su vida en pareja dentro de ciertos márgenes de satisfacción o, en su caso, si el príncipe o la princesa azul les salió realmente sapo o rana, zanjar el asunto sin volverse locos. Pero en estos casos no es habitual que vuelvan a reincidir en el error.
Como ya dije, los parámetros vitales de los otros, los del encantamiento mágico, son muy diferentes. Transcurrido ese tiempo prudencial, descubren sin excepción que están conviviendo con un batracio o batracia, lo que como es lógico les lleva inexorablemente a poner fin al drama, con total seguridad de que a la segunda sí darán con el ser de luz predestinado. Luego viene la tercera, y la cuarta, y la quinta… Aunque no sea mi caso, me consta que algunos compañeros de profesión han llegado a colocar en sus despachos placas de agradecimiento a clientes con esa tara.
Que puede ser aún más perniciosa si encima el afectado o afectada sufre también propensión (esto ya es el no va más) a propagar su carga genética sin ton ni son. No les quiero contar –para no originar terrores nocturnos innecesarios- la que se monta cuando uno o una se dedica a ir teniendo hijos con variados papás o mamás. De verdad, no me pregunten, que no soy tan sádico como para darles detalles.
Por cierto, los efectos de esta variedad agravada del síndrome afectan sin distinción tanto a los partidarios como a los reacios al papeleo nupcial. A eso me refería al principio. Nadie crea estar libre de posibles maleficios.
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