Hace poco mantuve una curiosa conversación con mi amigo cineasta. El tipo es un fanático del séptimo arte desde que lo conozco, cuando ambos vestíamos pantalón corto aun en invierno. Durante nuestra juventud, solía desechar planes de fin de semana que a los demás nos parecían el no va más, para no perder la oportunidad de sentarse en la butaca de cualquier cine y deleitarse con su vicio favorito, que pasó después a convertirse en su dedicación profesional. Si no recuerdo mal, ha dirigido no menos de diez largometrajes, además de unas cuantas series televisivas.
Estábamos en su casa. Habíamos terminado de cenar y ahora paladeábamos una copa de un espléndido whisky de malta. Entonces me lo comentó:
-He llegado a la conclusión de que el cine fue el invento más dañino del siglo veinte para la salud mental de la gente.
Lo dijo y dio otro trago de su copa, sin cambiar de expresión. Imaginé que querría que le pidiera detalles sobre su ocurrencia, así que le di esa satisfacción.
-Bueno, quizá estoy generalizando, dando por hecho que todo el mundo es como yo. Pero en tal caso, no albergo dudas. Padecemos una incapacidad extrema para disfrutar de la vida. Y la culpa es de los Lumière, de Mèliés y de todos sus herederos, especialmente a partir de la primera película con sonido. Ahí fue cuando se lio ya del todo.
-Sigue, sigue.
-Nos parece aburrida y sin ritmo, como si nuestra existencia fuera un producto de la nueva ola checoslovaca o algo parecido.
-Creo que nunca he visto una.
-Mejor para ti; son plúmbeas. Pero eso es lo que nos pasa por regla general con nuestras propias vidas, que son lentas y cansinas.
-Bueno, eso va por rachas, ¿no?
-En mi opinión, no. Es lo habitual. No se juega con los tiempos, se prescinde de elipses, no hay variedad de planos… Bueno, en realidad es todo un jodido plano-secuencia subjetivo. Con fundido en negro cuando te duermes y otra vez al plano-secuencia.
Di otro trago al escocés. Demasiados términos técnicos, para mi gusto.
-Aunque lo peor es el asunto del sonido. Eso es lo que nos mata de verdad.
-¿El sonido nos mata?
Apuró su copa y la dejó sobre la mesa. Se puso de pie. Ahora sí parecía algo indignado.
-¡La ausencia de sonido, mierda! Nuestras vidas son insustanciales porque nos falta la banda sonora. Con tantos compositores en el paro y nosotros sin música extradiegética. Un desastre.
-¿Extra qué?
Me miró como el que lo hace a un enano de jardín, y volvió a sentarse. Después de servirse otra dosis de zumo de cebada.
-Nada es como podría ser. Da igual la situación, lo que te pueda pasar. Si te están dando el primer beso en serio de tu vida, algo debería tener que escucharse, ¿no? Y además, adaptado a tu naturaleza. Si eres un cursi, pues yo qué sé, un solo de violín. Si tienes algo más de marcha, el “Hallelujah! I love her so” en la versión de Eddie Cochran, por ejemplo. Y si eres un poco macarra, estaría bien el “Love me forever” de Motorhead, no me digas que no.
-No sé. El heavy metal nunca ha sido lo mío.
-Y, en cambio, lo que se escucha es un sonido muy poco romántico de intercambio de saliva, si tienes suerte. También podrías escuchar el ruido de tus tripas, si la emoción las hace removerse. O incluso los alaridos del padre de la chica, si te has lanzado en la puerta de su casa.
-Oye, eso es muy cinematográfico.
-No me líes, que estoy con el tema de la banda sonora. Mira, te pongo otro ejemplo. Estás en tu casa, sentado en un sillón, leyendo un libro. Y de pronto irrumpe allí una banda de ladrones a desvalijarte. Pero como los cabrones son unos artistas, ni siquiera has oído el ruido cuando te descerrajaban la puerta. Levantas la mirada del libro y allí los tienes, con sus antifaces y las pistolas en ristre.
-También te ha quedado cinematográfico.
-No, joder. En una película en condiciones, la acción iría acompañada de una melodía in crescendo, ligeramente agobiante, amedrentante. Pero en la vida real, nada de nada. Te atracan sin acompañamiento musical.
-A lo mejor los ladrones te pueden cantar algo mientras se hacen con el botín.
-Eso no valdría. Sonidos diegéticos sin ningún valor.
Aunque siguiera utilizando la palabreja en cuestión, no pensaba volver a preguntarle por ella. Se iba a quedar con las ganas.
-Vas paseando por la montaña, intentando ordenar tus ideas, y lo único que escuchas son graznidos de pajarracos. Imagina lo bien que quedaría un fondo musical tipo Siete años en el Tíbet. Así, la caminata a lo mejor servía para algo.
-Quizá.
-Y se te muere el perro en los brazos, por una indigestión de donuts, y lo mismo. Ahí pegaría algo melancólico pero sereno a la vez. Como las que suenan cuando se muere Susan Sarandon en la mitad de las pelis que hace. Pero no; te oyes a ti llorando como un majadero y se acabó.
-Es que tú eres muy sensible.
Ahora me miró como si yo fuera un gato de escayola. Íbamos mejorando.
-Ya no te digo nada si te has arrepentido a última hora de haber roto con tu novia islandesa y decides ir a toda mecha al aeropuerto, a ver si evitas que coja el vuelo a Reykjavik. En vez de la música trepidante y positiva que correspondería, te tragas el bodrio radiofónico que tenga puesto el taxista, y luego los avisos de vuelos en varios idiomas, pero todos con la misma voz.
-Una putada, sí.
-Y en esas circunstancias, el avión ya ha salido, claro. A freír espárragos lo de ir a ver auroras boreales en verano.
-No sé qué decirte. Un punto de vista original, el tuyo.
-Bueno, muy original no te creas. ¿Por qué piensas que el noventa por ciento de los jóvenes actuales van a todos lados escuchando música en sus auriculares? Pues, a mi entender, está claro: para suplir esa horrible carencia. Sin banda sonora, no somos nada.
Otra vez se levantó y comenzó a pasear por la habitación, mientras ratificaba con la cabeza su radical conclusión. Cuando se paró, volvió a mirarme y fue aún más lejos:
-Como el cine nos ha creado a todos esa necesidad, y el cine no va a desaparecer, lo mejor sería que viviéramos todos en una película. Esa sería la mejor solución. Seríamos más felices.
Ahí fui yo quien vacié mi copa y me apresté a despedirme. Pero no quise hacerlo sin realizar una observación quizá irrelevante:
-Hombre, la ventaja de esta vida tan tediosa y carente de extradiégesis es que, al menos, cada uno puede escribir su propio guión, ¿no? Imagina que se cumple tu deseo y te toca un guionista de culebrones turcos. ¡Vaya pereza!
No creo que le convenciera, pero se quedó cavilando.
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